Un mediodía mi hermano y yo regresamos del colegio a casa solo para ver morir entre nuestras manos a Buxter, la más reciente mascota. Había durado unas pocas semanas entre nosotros y se había ganado el cariño de todos. No era la primera vez que despediamos con llanto a un perro, solía pasarnos a menudo pues vivíamos en pleno centro de la ciudad y cualquier salida intempestiva del perro tenía altas probabilidades de terminar trágicamente.
Mamá, cargada de sentimiento, había sentenciado que para evitarnos más lágrimas no tendríamos otra mascota. Papá, experto en dejarla hablar y no ponerle cuidado, dejó pasar prudentemente unas semanas y otro mediodía fue testigo de llegar a casa y saltar de alegría cuando una bola negra peluda con cuatro patas salió a nuestro encuentro. Había llegado Amín, el quinto miembro de la familia, el cual nos acompañó durante diecisiete maravillosos años.
A papá le debo muchas cosas y entre ellas todas y cada una de las mascotas que pasaron por mi infancia y juventud, especialmente la más memorable, Amín, ese perro Schnauzer mediano que durmió desde la primer noche junto a mi cama y que fue mi mayor confidente en los duros trances de la pubertad.
Papá no solo proveía el perro sino el nombre también. Para aquel entonces Amín Dadá era el nefasto dictador de Uganda, país africano y muy seguramente, aunque políticamente incorrecto, por el color negro de la pelambre del perro, papá se inspiró y así lo llamó desde el primer instante: Amín.
En honor a la verdad no puedo asegurar que fuera brillante, ni siquiera medianamente inteligente. Pero eso nunca nos importó, era un corazón en forma de perro, sin cola y con un peluqueado característico que lo hacía reconocible a lo lejos y un espíritu sociable y cálido que incluso podía haber exhibido ante cualquier ladrón si hubiese llegado el caso. Y lo fue.
Era el primero en asomarse a los vidrios de la puerta cuando timbrábamos y el último en moverse de ese sitio cuando nos despedíamos. Mamá lo tuvo como su tercer vástago y ello hizo que comiera como humano unas deliciosas orejas de puerco que le cocinaba especialmente cada día y que cuando enfermaba le suministrara los mismos remedios caseros que sus hijos sufrimos. Dada su limitada inteligencia, nos sorprendió que jamás hiciera sus necesidades en un sitio distinto al que mamá le indicó desde la primera tarde. Esa costumbre y el inevitable baño semanal con jabón Neko le otorgaron un olor característico que todavía me llega al pasar por los estantes y anaqueles donde venden jabones y detergentes en los supermercados. Amín olía a limpio.
Nunca pudimos enseñarle a dejar de tirar con fuerza la correa mientras intentábamos llevarlo al parque Lineal, un parque cercano a casa, y apenas lo soltábamos de la traílla, salía corriendo como un endemoniado y solo paraba jadeante al cabo de media hora cuando había olido y orinado en todos los rincones de donde estuviera.
Nunca sabré si me entendía, pero cuando tuve once años le dije una noche que estaba enamorado por primera vez. Fue el inicio de una larga serie de “charlas” en las que él, con la mirada fija, me daba a entender que podía confiar en su silencio. Así fue que supo primero que todos que me habían suspendido por una semana en el colegio por andar extralimitándome en los experimentos de química. También me escuchó cuando Tana Molano me partió el corazón en pedazos y lloré al decirle que había pasado en la universidad, que tendría que irme quinientos kilómetros lejos de casa a estudiar arquitectura y que iba a extrañar sus lambetazos a lengua limpia en las mañanas para despertarme.
Esa tristeza infinita de dejarlo se vio recompensada cada vez que regresaba a casa y sabía que era cierta cada visita y no un sueño, cuando escuchaba sus ladridos de alegría a través de la puerta que daba a la calle mientras movía, a falta de cola, su cuerpo entero esperando ansioso que abrieran para saltar encima de mí.
Luego mi hermano se vino a estudiar su carrera a los EUA aunque pudo verlo vivo en alguno de sus escasos regresos en vacaciones y asi Amín fue el único que quedó en casa junto a mama y su eterna empleada.
Una noche, diecisiete años después de aquel mediodía lejano, mamá nos llamó, a mi hermano y a mí, para decirnos que ese día había llevado a Amín a la finca de una familia amiga para que viviera en el campo sus últimos días. Murió semanas después, corriendo feliz entre las lomas. Se lo merecía por habernos dado tanto.
En algunas noches de vinos, musica y silencio, suelo escuchar a Alberto Cortes cantando "Callejero" y me permito unas lagrimas de felicidad y gratitud.