Joaquín (Santicaten) Martínez Arboleya

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Joaquín (Santicaten) Martínez Arboleya

Birthdate:
Death: circa 1984 (81-90)
Immediate Family:

Son of Joaquin Benito Martinez Tudurí and Ana María Arboleya
Husband of Maria Elvira Salvo Ferreri
Ex-husband of María Emilia Seré Castellanos
Father of María Emilia Martinez Seré

Managed by: Alberto Ignacio Biraben Alzaga
Last Updated:

About Joaquín (Santicaten) Martínez Arboleya

	En recuerdo para un escritor conflictivo

y un amigo sincero

por Fernando Pintos

En los primeros meses del ahora lejano 1984 falleció en Montevideo Joaquín Martínez Arboleya, un uruguayo que había nacido con el pasado siglo XX y a quien varias generaciones de lectores conocieron, dentro y fuera de fronteras, por el seudónimo sonoro de «Santicaten». De aquella manera, la muerte (implacable viajera) acudía una vez más a la eterna cita y arrancaba de este mundo a un hombre que vivió intensamente; con pasión y generosidad; sin cortapisas; sin tapujos; sin hipocresías ni fingimientos y quien, por tanto, contó con legión de enemigos y detractores a su paso... Un hombre cuya obra édita (más de una treintena de títulos) podrá ser sin la menor duda discutible y criticable, sobre todo sin contar con una lógica perspectiva temporal que atenue los rencores y el apasionamiento de muchos quienes se sintieron por él retratados o caricaturizados, o criticados… De muchos que volcaron contra éI todo el peso de una propaganda dirigida e interesada, por el simple hecho de su firme vocación de militante anticomunista... Pero una obra que, pese a ser muy despareja, y para colmo estilística y formalmente fragorosa (el verbo santicateano hizo, en todo momento, honor a la absoluta falta de pelos en la lengua y, en honor a ello, desparramó expresiones fuertes que, por momentos, podían representar una verdadera bofetada para el lector morigerado o simplemente desprevenido… Aunque todo lo hizo sin sordidez ni doblez, ni la sucia intención de tantos y cuantos hacedores de Bestsellers; sin la sutil perversión de esos «divos» que nos traen —vaya dádiva— las formas estériles y superlativamente groseras de un teatro de revistas procaz, propio de la vecina orilla y ajeno a nuestra idiosincrasia e intereses) resulta en muy buena medida rescatable. Y disfrutable.

Santicaten fue generosamente verborrágico, y escribió sin sutilezas ni pulimentos excesivos, cual si de un torrente conceptual, de una incontenible catarata de ideas hechas palabra se tratase. A lo largo de su voluminosa obra édita pretendió definir claramente y con pinceladas vigorosas (algunos dirán que «de brocha gorda») un panorama que fuese a un mismo tiempo panorámico y particular e intimista de una sociedad que, como la nuestra, afrontaba unos males profundos y difícilmente curables, desde muchas décadas atrás. Y por ello Santicaten fustigó con verbo militante, con expresión irreverente y con insolencia a veces poco creíble, a todas las vacas y monstruos sagrados de una sociedad que, precisamente en 1973 habría de caer víctima, no ya de su excesiva permisividad o de un enfermizo liberalismo, sino de su desenfrenado libertinaje: de su hipocresía; de sus torpes cadenas de acomodos reiterados y de sus nepotismos, amiguismos y compadrazgos mil veces repetidos… Y tanto, que en aquel año mencionado llegaron a extremo de sobresaturación.

Santicaten —a la manera de un José Ingenieros, de un Almafuerte, de un Curzio Malaparte-, arremetió contra la podredumbre de un mundo decadente, que se negaba a ver los síntomas de su fatal enfermedad y de su inminente colapso.

Y lo hizo animado por un verdadero espíritu de cruzado. Aquel mismo espíritu indeclinable que lo llevó, en 1936, a integrarse a las tropas nacionalistas del General Francisco Franco, para cerrarle el paso, en la Madre Patria, al avance implacable del imperialismo comunista prohijado por la esfinge moscovita asesina... Y así fue como arremetió con un vigor implacable; sin la sutileza de un Ingenieros, sin la fuerza lírica de un Almafuerte, sin la plástica expresión de un Malaparte... Pero, ¡con qué fuerza lo hizo! iCon qué indeclinable espíritu se transformó, durante varias décadas, en una especie de Catón para censurar los peores males de la sociedad uruguaya...! Inmune a todas las críticas; impertérrito frente a todos los obstáculos; sin importarle ni los ataques ni las celadas; sin reparar ni por un instante en los peligros ni en las iras, ni en las amenazas... Siempre adelante, y aún más adelante todavía. Esa simple frase pareció, al igual que el poema cuasi homónimo de Almafuerte, el emblema para toda su existencia, y en base de aquél para él sagrado principio, consumió sin pausas hasta el instante póstumo de su periplo vital.

Repasar la obra literaria de aquel infatigable escritor que fue Joaquín Martínez Arboleya, «Santicaten» si se prefiere, representa un verdadero ejercicio de concentración y disciplina, si es que debemos remitirnos (como en este momento lo hacemos) al frágil recurso de la memoria. Quizás conviniese decir, en primera instancia, que en consideración de quien esto escribe, la bibliografía santicateana se divide en dos partes claramente diferenciadas. Existe, por un lado, una zona rescatable y muchas veces meritoria, formada por algunas novelas de alcance superior y varios ensayos centrados en una crítica social ácida y ríspida, si bien definitivamente certera... y está otra, que semeja una región imprecisa, en la cual muchos libros parecieran ser obras del capricho, del simple azar o del sencillo arbitrio de unas circunstancias impredecibles. Es en vista de ello que quisiera, en primer término, referirme a lo importante, a lo trascendente: a todo aquello que podría dejar el nombre de «Santicaten» escrito con tinta indeleble en algún rincón de las letras uruguayas contemporáneas (le pese a quien le pese). En cuanto a lo otro, haré de ello breve referencia final, si bien tomando bien en cuenta que, siendo los hombres y sus intrínsecas naturalezas un eterno juego sucesivo de luces y sombras, Joaquín Martínez Arboleya no pudo escapar a esta implacable ley y, por tanto, escanció con generosidad excesiva, en cierta parte de su bibliografía, algunos rencores y frustraciones muy profundos que sobrellevaba desde su época de cineasta y a partir de sus estériles intentos para dar vida en Uruguay a una industria cinematográfica de nivel internacional (proyecto que los manejos de algunos - políticos frustraron, y que le llevó a escribir «Proceso a Sodoma», uno de sus libros más olvidables).

La parte más resaltable de la obra de está radicada en sus obras de crítica social, que muestran a las claras una lúcida visión de la sociedad uruguaya de entonces y de todos los tiempos. En el marco de este período literario, Santicaten publicó tres libros de verdadero valor, que en su momento marcaron excelentes récords de venta: «Uruguay, año 2000» (1961), «El país del miedo» (1962) y el que considero su mejor libro, «Océano Atlántico, esquina Río de la Plata» (1964). «Uruguay año 2000» (de neto corte autobiográfico, al menos en la intención inicial), comienza cuando el autor retorna al Uruguay de 1946, y enfrenta a una sociedad tan distinta de aquellas, europeas, en las que había vivido durante la década pasada. Claro, se trata de un país ideal, novelesco —al cual no ha denominado «Uruguay» sino «Arcadia»—, donde se desarrollará un sesudo análisis crítico del recién llegado, para ir descubriendo distintas facetas de aquella para él extraña sociedad. Un proceso de gestación durante el cual, el progenitor entonará in mente un famoso estribillo: «Uruguayos campeones, de América y del Mundo, esforzados atletas, que... »… El cual, según el autor, también los recién nacidos seguirán cantando, con similar entonación. Burlesca introducción, que a partir de allí nos abandona para dejarnos librados al conocimiento de toda una fauna arquetípica pero harto conocida: el patotero, el funcionario público, el rufián, el cornudo, los asiduos concurrentes a la Plaza Zabala, el sobretodismo, la industria y el comercio, la crítica (de cualquier tipo), el hincha de fútbol, el burrero, el jubilado, o los huelguistas intermitentes…

Ya en «El país del miedo», Santicaten comienza recordando la innoble concatenación de abandonos y traiciones sufridos por el héroe y ciudadano oriental por antonomasia: don José Artigas (todo lo cual es cierto, y de todo lo cual harto se podrá escribir, siempre; ya que el héroe máximo de los uruguayos fue vendido, negado y traicionado hasta la saciedad por sus coetáneos y por algunas generaciones posteriores inclusive). Después de meter bien a fondo el dedo en la llaga, Santicaten arremete contra esa legión de miedos, supremos, que suelen acechar al uruguayo común y corriente a la vuelta de cada esquina, y establece con ellos el siguiente moroso recuento: miedo… a la seriedad, a la verdad, a pensar, al talento (uno de los terrores supremos que aún atenazan a nuestra sociedad), a la responsabilidad, a la ciencia, a la personalidad, al esfuerzo, a perder el empleo público, al guarda, al taximetrista o al agua (lo cual ya es un poco discutible). Todos estos horrores cotidianos y muchos otros desfilan por aquellas páginas que fueron escritas con innegable sentido del humor, con espíritu crítico implacable y, muchas veces, también con una ira hija que se adivina hija del dolor, pues a Santicaten la labor de criticar no le resultaba un placer, sino una obligación y un deber, muchas veces lancinantes.

Finalmente, en «Océano Atlántico, esquina Río de la Plata», la veta crítica y el sentido humorístico de Martínez Arboleya alcanzan su punto máximo. Es un libro escrito con fina vena satírica pero, al mismo tiempo, con una firme intención moralizante. «Océano Atlántico, esquina Río de la Plata» tiene momentos memorables. Arrancando por un jocoso principio (remedo de génesis histórica), la obra se interna, paulatinamente, en algunos vicios y defectos de acentuado raigambre para nuestra sociedad de los años sesenta: los políticos vividores, por ejemplo ("Tartufos de la política", les llama olvidando que al menos el personaje de Molière tiene un papel ejemplarizante del que estos individuos carecieron). En esta nueva obra no nos deslizamos ni por las calles y campos de Arcadia, ni por un país de miedos intermitentes y miedosos consuetudinarios, sino a través de un más cercano «País esquina»: tierra de promisión para vivillos, patoteros, politicastros corruptos y feminoides con engañoso aspecto masculino. Todo salpicado y aderezado por anécdotas cercanas y picantes (o urticantes, si mejor cabe), donde la ironía y el afilado impulso del bisturí santicateano parecen, por momentos, no conocer límites, ni dejarlos para nuestra indignación, nuestro estupor o, más comúnmente: para nuestra hilaridad. Porque si algo tiene de bueno y gratificante este libro, más allá de su agudo sentido crítico, es la jocosidad desbordante a moverá al lector, desde una hacia otra página y saltando desde uno hacia otro concepto. Reír se puede, y se hace a mandíbula batiente, mas sólo hasta recordar que, como trágica realidad no tan lejana en el tiempo, todo aquel caldo de cultivo infecto precipitó la crisis institucional de 1973...

La novelística de Santicaten ha tenido, también, algunos exponentes resaltables. Puede ser que lo mejor de esta producción se encuentre en «Caos», cuya acción se ambienta en los días trágicos de la Guerra Civil Española, haciendo que el interés por su lectura pueda llegar a decaer en muy raras ocasiones. Más acabada en cuanto tiene relación con aspectos formales resultará, empero, «El camino», otro de sus resonantes éxitos de venta. Junto a esta agitada historia, también se encontrará en un nivel parecido de mérito otras, tales como «Ramón Pardías» (la historia de cómo el abuelo de Juan María Bordaberry se robó la fortuna de Carlos Reyles), un libro que fue secuestrado durante «El Proceso», por razones obvias. También estuvieron novelas como «Arroz y cicuta» (peripecias y frustraciones de las primeras plantaciones arroceras en Uruguay), y los cuentos insertos en «Cuando el diablo no tiene qué hacer…» (otro volumen secuestrado durante el gobierno de los militares). Obras, todas, que lo exhibieron en una madurez literaria y un asentamiento espiritual e intelectual superiores a los de la mayor parte de su carrera como escritor (se puede decir que son prácticamente sus últimos libros, junto con «Una historia muy especial», retrato del sonado romance entre el Príncipe Carlos de Inglaterra y Lady Di). Y saliendo de la novelística, debemos citar otras dos obras que tuvieron gran repercusión y merecieron numerosas ediciones, en diferentes lenguas, aunque ahora entramos al campo del ensayos de neto corte político: «Por qué luché contra los rojos» (1961) Y «Charlas con el general Stroessner» (1969) ambas con altos niveles de venta y todavía bastante mencionadas en sitios de Internet.

Sobre el resto de su producción quedaría pendiente una reseña breve pero obligada: «El error de Estados Unidos», «El loco del lago», «Campo de mayo», «Aberración», «Trilogía histórica», «Luz mala», «Horizontes cerrados», «Proceso a Sodoma», «Esta tierra es mía», «Trozos de vida» (Buenos Aires, 1927); «Mujer» (España, 1929); «Mujercitas» (España, 1929); «Madame Brumm» (Alemania, 1931); «Por orden del sultán» (Alemania, 1931); «Juan Carlos Salazar» (España, 1932); «Jenny, la mujer fatal de su vida» (España, 1935); y también, «Versos de rompe y raja» (que no desmentían el título); «Versos con alma y vida» (donde hay algunos momentos verdaderamente destacables, principalmente un poema dedicado a Francisco Franco, luego de su muerte); «Mundo podrido» (un retrato de lo que es, ahora, el mundo posmoderno), «Elecciones sí, relajo no», «El pantano», «La mafia peroniana sobre el Río de la Plata», y «Retrato de un canalla» (cuyo protagonista fue el ex canciller del régimen militar, Alejandro Rovira).

Todos esos libros estuvieron signados, generalmente, por su indeclinable espíritu trashumante, el cual le llevó desde muy joven a soltar amarras para recorrer un mundo que, ya bien entrado el Siglo XX, comenzaba a desperezarse entre las garras implacables de una realidad impía y trágica. Vuelto al Uruguay luego de su aventurero periplo por el Viejo Continente, cargado de una rica experiencia no sólo combativa (trabajó varios años en la industria cinematográfica alemana), Joaquín Martínez Arboleya intentó imponer la idea de concretar unos grandes estudios cinematográficos, para dar al país una nueva industria y una inusual fuente de riquezas. Lamentablemente, sus proyectos fracasaron. Luego de la filmación de la película «Esta tierra es mía» (1948), en la que participaron algunos actores hoy conocidos, como Enrique Guarnero y Antonio Larreta, y viendo frustrados sus proyectos y sueños, durante varios años se dedicó a la realización de dos populares noticieros cinematográficos, entre los cuales el más difundido y longevo resultó ser «Uruguay al día», cuya realización se extendió hasta mediados de la década del sesenta. Por aquella época, también le cupo un papel destacado en la concreción del canal 4 de Montevideo (Montecarlo TV), el cual dio los primeros pasos de su mano. Pero, pasado el tiempo, problemas de salud lo obligaron a apartarse del fascinante mundo de las producciones audiovisuales (que siempre amó con esa pasión sin cortapisas que lo caracterizó siempre; en forma total), para encastillarse, junto con su amada esposa, doña Elvira Salvo, en un hermoso apartamento de la Rambla montevideana, frente al restaurante Kibon y de cara a ese Río de la Plata que le fue tan querido.

Y desde allí se dedicó a cultivar principalmente la literatura, manteniéndose los últimos diez años de su vida en una especie de espléndido aislamiento, el cual se rompía ocasionalmente por la visita de sus amigos (que fuimos muchos), o de sus ocasionales admiradores (quienes también abundaron)... Aislamiento que solía romper con la sempiterna frecuencia de sus viajes, pues hasta el último día de su vida, Joaquín Martínez Arboleya fue un incurable trashumante, siempre presto a partir hacia cualquier destino, para vivir con una plenitud muy particular cada instante de cada recorrido, o todos los momentos de la suma de sus jornadas. Finalmente, el silencio se ha hecho. Aquella personalidad avasallante, aquella sonrisa eterna, aquella mirada límpida… Ya todo es patrimonio del recuerdo mejor. y muchos que guardan aún el culto de la amistad corno algo invalorable e intransferible, han perdido al mejor de los amigos.

Sin embargo, más allá de las cadenas del tiempo y del espacio; en la eterna morada de los valientes, de los sinceros y de los cruzados (de aquellos que en su momento corrieron a la brecha, para impedir el avance implacable del Baal Moloch totalitario, de la bestia apocalíptica de fauces rojas, del Anticristo materialista y ateo); en un lugar donde sólo la nobleza es carta de ciudadanía y no tienen cabida ni los cobardes, ni los felones, ni los bellacos... Allí vive y vivirá por siempre Joaquín Martínez Arboleya. Al decir del poeta Dionisio Ridruejo, montando guardia sobre los luceros… impasible el ademán… siempre presente en nuestro afán.

Que la gloria sea con él y el olvido: jamás.

No te des por vencido, ni aun vencido,

no te sientas esclavo, ni aun esclavo;

trémulo de pavor, piénsate bravo,

y arremete feroz, ya mal herido.

Ten el tesón del clavo enmohecido,

que aún viejo y ruin, vuelve a ser clavo;

no la cobarde estupidez del pavo

que amaina su plumaje al primer ruido.

Procede como Dios que nunca llora;

o como Lucifer, que nunca reza;

o como el robledal, cuya grandeza

necesita del agua y no la implora...

¡Que muerda y vocifere vengadora,

ya rodando en el polvo, tu cabeza!

(Poema de Almafuerte).


	En recuerdo para un escritor conflictivo

y un amigo sincero

por Fernando Pintos

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En los primeros meses del ahora lejano 1984 falleció en Montevideo Joaquín Martínez Arboleya, un uruguayo que había nacido con el pasado siglo XX y a quien varias generaciones de lectores conocieron, dentro y fuera de fronteras, por el seudónimo sonoro de «Santicaten». De aquella manera, la muerte (implacable viajera) acudía una vez más a la eterna cita y arrancaba de este mundo a un hombre que vivió intensamente; con pasión y generosidad; sin cortapisas; sin tapujos; sin hipocresías ni fingimientos y quien, por tanto, contó con legión de enemigos y detractores a su paso... Un hombre cuya obra édita (más de una treintena de títulos) podrá ser sin la menor duda discutible y criticable, sobre todo sin contar con una lógica perspectiva temporal que atenue los rencores y el apasionamiento de muchos quienes se sintieron por él retratados o caricaturizados, o criticados… De muchos que volcaron contra éI todo el peso de una propaganda dirigida e interesada, por el simple hecho de su firme vocación de militante anticomunista... Pero una obra que, pese a ser muy despareja, y para colmo estilística y formalmente fragorosa (el verbo santicateano hizo, en todo momento, honor a la absoluta falta de pelos en la lengua y, en honor a ello, desparramó expresiones fuertes que, por momentos, podían representar una verdadera bofetada para el lector morigerado o simplemente desprevenido… Aunque todo lo hizo sin sordidez ni doblez, ni la sucia intención de tantos y cuantos hacedores de Bestsellers; sin la sutil perversión de esos «divos» que nos traen —vaya dádiva— las formas estériles y superlativamente groseras de un teatro de revistas procaz, propio de la vecina orilla y ajeno a nuestra idiosincrasia e intereses) resulta en muy buena medida rescatable. Y disfrutable.

Santicaten fue generosamente verborrágico, y escribió sin sutilezas ni pulimentos excesivos, cual si de un torrente conceptual, de una incontenible catarata de ideas hechas palabra se tratase. A lo largo de su voluminosa obra édita pretendió definir claramente y con pinceladas vigorosas (algunos dirán que «de brocha gorda») un panorama que fuese a un mismo tiempo panorámico y particular e intimista de una sociedad que, como la nuestra, afrontaba unos males profundos y difícilmente curables, desde muchas décadas atrás. Y por ello Santicaten fustigó con verbo militante, con expresión irreverente y con insolencia a veces poco creíble, a todas las vacas y monstruos sagrados de una sociedad que, precisamente en 1973 habría de caer víctima, no ya de su excesiva permisividad o de un enfermizo liberalismo, sino de su desenfrenado libertinaje: de su hipocresía; de sus torpes cadenas de acomodos reiterados y de sus nepotismos, amiguismos y compadrazgos mil veces repetidos… Y tanto, que en aquel año mencionado llegaron a extremo de sobresaturación.

Santicaten —a la manera de un José Ingenieros, de un Almafuerte, de un Curzio Malaparte-, arremetió contra la podredumbre de un mundo decadente, que se negaba a ver los síntomas de su fatal enfermedad y de su inminente colapso.

Y lo hizo animado por un verdadero espíritu de cruzado. Aquel mismo espíritu indeclinable que lo llevó, en 1936, a integrarse a las tropas nacionalistas del General Francisco Franco, para cerrarle el paso, en la Madre Patria, al avance implacable del imperialismo comunista prohijado por la esfinge moscovita asesina... Y así fue como arremetió con un vigor implacable; sin la sutileza de un Ingenieros, sin la fuerza lírica de un Almafuerte, sin la plástica expresión de un Malaparte... Pero, ¡con qué fuerza lo hizo! iCon qué indeclinable espíritu se transformó, durante varias décadas, en una especie de Catón para censurar los peores males de la sociedad uruguaya...! Inmune a todas las críticas; impertérrito frente a todos los obstáculos; sin importarle ni los ataques ni las celadas; sin reparar ni por un instante en los peligros ni en las iras, ni en las amenazas... Siempre adelante, y aún más adelante todavía. Esa simple frase pareció, al igual que el poema cuasi homónimo de Almafuerte, el emblema para toda su existencia, y en base de aquél para él sagrado principio, consumió sin pausas hasta el instante póstumo de su periplo vital.

Repasar la obra literaria de aquel infatigable escritor que fue Joaquín Martínez Arboleya, «Santicaten» si se prefiere, representa un verdadero ejercicio de concentración y disciplina, si es que debemos remitirnos (como en este momento lo hacemos) al frágil recurso de la memoria. Quizás conviniese decir, en primera instancia, que en consideración de quien esto escribe, la bibliografía santicateana se divide en dos partes claramente diferenciadas. Existe, por un lado, una zona rescatable y muchas veces meritoria, formada por algunas novelas de alcance superior y varios ensayos centrados en una crítica social ácida y ríspida, si bien definitivamente certera... y está otra, que semeja una región imprecisa, en la cual muchos libros parecieran ser obras del capricho, del simple azar o del sencillo arbitrio de unas circunstancias impredecibles. Es en vista de ello que quisiera, en primer término, referirme a lo importante, a lo trascendente: a todo aquello que podría dejar el nombre de «Santicaten» escrito con tinta indeleble en algún rincón de las letras uruguayas contemporáneas (le pese a quien le pese). En cuanto a lo otro, haré de ello breve referencia final, si bien tomando bien en cuenta que, siendo los hombres y sus intrínsecas naturalezas un eterno juego sucesivo de luces y sombras, Joaquín Martínez Arboleya no pudo escapar a esta implacable ley y, por tanto, escanció con generosidad excesiva, en cierta parte de su bibliografía, algunos rencores y frustraciones muy profundos que sobrellevaba desde su época de cineasta y a partir de sus estériles intentos para dar vida en Uruguay a una industria cinematográfica de nivel internacional (proyecto que los manejos de algunos - políticos frustraron, y que le llevó a escribir «Proceso a Sodoma», uno de sus libros más olvidables).

La parte más resaltable de la obra de está radicada en sus obras de crítica social, que muestran a las claras una lúcida visión de la sociedad uruguaya de entonces y de todos los tiempos. En el marco de este período literario, Santicaten publicó tres libros de verdadero valor, que en su momento marcaron excelentes récords de venta: «Uruguay, año 2000» (1961), «El país del miedo» (1962) y el que considero su mejor libro, «Océano Atlántico, esquina Río de la Plata» (1964). «Uruguay año 2000» (de neto corte autobiográfico, al menos en la intención inicial), comienza cuando el autor retorna al Uruguay de 1946, y enfrenta a una sociedad tan distinta de aquellas, europeas, en las que había vivido durante la década pasada. Claro, se trata de un país ideal, novelesco —al cual no ha denominado «Uruguay» sino «Arcadia»—, donde se desarrollará un sesudo análisis crítico del recién llegado, para ir descubriendo distintas facetas de aquella para él extraña sociedad. Un proceso de gestación durante el cual, el progenitor entonará in mente un famoso estribillo: «Uruguayos campeones, de América y del Mundo, esforzados atletas, que... »… El cual, según el autor, también los recién nacidos seguirán cantando, con similar entonación. Burlesca introducción, que a partir de allí nos abandona para dejarnos librados al conocimiento de toda una fauna arquetípica pero harto conocida: el patotero, el funcionario público, el rufián, el cornudo, los asiduos concurrentes a la Plaza Zabala, el sobretodismo, la industria y el comercio, la crítica (de cualquier tipo), el hincha de fútbol, el burrero, el jubilado, o los huelguistas intermitentes…

Ya en «El país del miedo», Santicaten comienza recordando la innoble concatenación de abandonos y traiciones sufridos por el héroe y ciudadano oriental por antonomasia: don José Artigas (todo lo cual es cierto, y de todo lo cual harto se podrá escribir, siempre; ya que el héroe máximo de los uruguayos fue vendido, negado y traicionado hasta la saciedad por sus coetáneos y por algunas generaciones posteriores inclusive). Después de meter bien a fondo el dedo en la llaga, Santicaten arremete contra esa legión de miedos, supremos, que suelen acechar al uruguayo común y corriente a la vuelta de cada esquina, y establece con ellos el siguiente moroso recuento: miedo… a la seriedad, a la verdad, a pensar, al talento (uno de los terrores supremos que aún atenazan a nuestra sociedad), a la responsabilidad, a la ciencia, a la personalidad, al esfuerzo, a perder el empleo público, al guarda, al taximetrista o al agua (lo cual ya es un poco discutible). Todos estos horrores cotidianos y muchos otros desfilan por aquellas páginas que fueron escritas con innegable sentido del humor, con espíritu crítico implacable y, muchas veces, también con una ira hija que se adivina hija del dolor, pues a Santicaten la labor de criticar no le resultaba un placer, sino una obligación y un deber, muchas veces lancinantes.

Finalmente, en «Océano Atlántico, esquina Río de la Plata», la veta crítica y el sentido humorístico de Martínez Arboleya alcanzan su punto máximo. Es un libro escrito con fina vena satírica pero, al mismo tiempo, con una firme intención moralizante. «Océano Atlántico, esquina Río de la Plata» tiene momentos memorables. Arrancando por un jocoso principio (remedo de génesis histórica), la obra se interna, paulatinamente, en algunos vicios y defectos de acentuado raigambre para nuestra sociedad de los años sesenta: los políticos vividores, por ejemplo ("Tartufos de la política", les llama olvidando que al menos el personaje de Molière tiene un papel ejemplarizante del que estos individuos carecieron). En esta nueva obra no nos deslizamos ni por las calles y campos de Arcadia, ni por un país de miedos intermitentes y miedosos consuetudinarios, sino a través de un más cercano «País esquina»: tierra de promisión para vivillos, patoteros, politicastros corruptos y feminoides con engañoso aspecto masculino. Todo salpicado y aderezado por anécdotas cercanas y picantes (o urticantes, si mejor cabe), donde la ironía y el afilado impulso del bisturí santicateano parecen, por momentos, no conocer límites, ni dejarlos para nuestra indignación, nuestro estupor o, más comúnmente: para nuestra hilaridad. Porque si algo tiene de bueno y gratificante este libro, más allá de su agudo sentido crítico, es la jocosidad desbordante a moverá al lector, desde una hacia otra página y saltando desde uno hacia otro concepto. Reír se puede, y se hace a mandíbula batiente, mas sólo hasta recordar que, como trágica realidad no tan lejana en el tiempo, todo aquel caldo de cultivo infecto precipitó la crisis institucional de 1973...

La novelística de Santicaten ha tenido, también, algunos exponentes resaltables. Puede ser que lo mejor de esta producción se encuentre en «Caos», cuya acción se ambienta en los días trágicos de la Guerra Civil Española, haciendo que el interés por su lectura pueda llegar a decaer en muy raras ocasiones. Más acabada en cuanto tiene relación con aspectos formales resultará, empero, «El camino», otro de sus resonantes éxitos de venta. Junto a esta agitada historia, también se encontrará en un nivel parecido de mérito otras, tales como «Ramón Pardías» (la historia de cómo el abuelo de Juan María Bordaberry se robó la fortuna de Carlos Reyles), un libro que fue secuestrado durante «El Proceso», por razones obvias. También estuvieron novelas como «Arroz y cicuta» (peripecias y frustraciones de las primeras plantaciones arroceras en Uruguay), y los cuentos insertos en «Cuando el diablo no tiene qué hacer…» (otro volumen secuestrado durante el gobierno de los militares). Obras, todas, que lo exhibieron en una madurez literaria y un asentamiento espiritual e intelectual superiores a los de la mayor parte de su carrera como escritor (se puede decir que son prácticamente sus últimos libros, junto con «Una historia muy especial», retrato del sonado romance entre el Príncipe Carlos de Inglaterra y Lady Di). Y saliendo de la novelística, debemos citar otras dos obras que tuvieron gran repercusión y merecieron numerosas ediciones, en diferentes lenguas, aunque ahora entramos al campo del ensayos de neto corte político: «Por qué luché contra los rojos» (1961) Y «Charlas con el general Stroessner» (1969) ambas con altos niveles de venta y todavía bastante mencionadas en sitios de Internet.

Sobre el resto de su producción quedaría pendiente una reseña breve pero obligada: «El error de Estados Unidos», «El loco del lago», «Campo de mayo», «Aberración», «Trilogía histórica», «Luz mala», «Horizontes cerrados», «Proceso a Sodoma», «Esta tierra es mía», «Trozos de vida» (Buenos Aires, 1927); «Mujer» (España, 1929); «Mujercitas» (España, 1929); «Madame Brumm» (Alemania, 1931); «Por orden del sultán» (Alemania, 1931); «Juan Carlos Salazar» (España, 1932); «Jenny, la mujer fatal de su vida» (España, 1935); y también, «Versos de rompe y raja» (que no desmentían el título); «Versos con alma y vida» (donde hay algunos momentos verdaderamente destacables, principalmente un poema dedicado a Francisco Franco, luego de su muerte); «Mundo podrido» (un retrato de lo que es, ahora, el mundo posmoderno), «Elecciones sí, relajo no», «El pantano», «La mafia peroniana sobre el Río de la Plata», y «Retrato de un canalla» (cuyo protagonista fue el ex canciller del régimen militar, Alejandro Rovira).

Todos esos libros estuvieron signados, generalmente, por su indeclinable espíritu trashumante, el cual le llevó desde muy joven a soltar amarras para recorrer un mundo que, ya bien entrado el Siglo XX, comenzaba a desperezarse entre las garras implacables de una realidad impía y trágica. Vuelto al Uruguay luego de su aventurero periplo por el Viejo Continente, cargado de una rica experiencia no sólo combativa (trabajó varios años en la industria cinematográfica alemana), Joaquín Martínez Arboleya intentó imponer la idea de concretar unos grandes estudios cinematográficos, para dar al país una nueva industria y una inusual fuente de riquezas. Lamentablemente, sus proyectos fracasaron. Luego de la filmación de la película «Esta tierra es mía» (1948), en la que participaron algunos actores hoy conocidos, como Enrique Guarnero y Antonio Larreta, y viendo frustrados sus proyectos y sueños, durante varios años se dedicó a la realización de dos populares noticieros cinematográficos, entre los cuales el más difundido y longevo resultó ser «Uruguay al día», cuya realización se extendió hasta mediados de la década del sesenta. Por aquella época, también le cupo un papel destacado en la concreción del canal 4 de Montevideo (Montecarlo TV), el cual dio los primeros pasos de su mano. Pero, pasado el tiempo, problemas de salud lo obligaron a apartarse del fascinante mundo de las producciones audiovisuales (que siempre amó con esa pasión sin cortapisas que lo caracterizó siempre; en forma total), para encastillarse, junto con su amada esposa, doña Elvira Salvo, en un hermoso apartamento de la Rambla montevideana, frente al restaurante Kibon y de cara a ese Río de la Plata que le fue tan querido.

Y desde allí se dedicó a cultivar principalmente la literatura, manteniéndose los últimos diez años de su vida en una especie de espléndido aislamiento, el cual se rompía ocasionalmente por la visita de sus amigos (que fuimos muchos), o de sus ocasionales admiradores (quienes también abundaron)... Aislamiento que solía romper con la sempiterna frecuencia de sus viajes, pues hasta el último día de su vida, Joaquín Martínez Arboleya fue un incurable trashumante, siempre presto a partir hacia cualquier destino, para vivir con una plenitud muy particular cada instante de cada recorrido, o todos los momentos de la suma de sus jornadas. Finalmente, el silencio se ha hecho. Aquella personalidad avasallante, aquella sonrisa eterna, aquella mirada límpida… Ya todo es patrimonio del recuerdo mejor. y muchos que guardan aún el culto de la amistad corno algo invalorable e intransferible, han perdido al mejor de los amigos.

Sin embargo, más allá de las cadenas del tiempo y del espacio; en la eterna morada de los valientes, de los sinceros y de los cruzados (de aquellos que en su momento corrieron a la brecha, para impedir el avance implacable del Baal Moloch totalitario, de la bestia apocalíptica de fauces rojas, del Anticristo materialista y ateo); en un lugar donde sólo la nobleza es carta de ciudadanía y no tienen cabida ni los cobardes, ni los felones, ni los bellacos... Allí vive y vivirá por siempre Joaquín Martínez Arboleya. Al decir del poeta Dionisio Ridruejo, montando guardia sobre los luceros… impasible el ademán… siempre presente en nuestro afán.

Que la gloria sea con él y el olvido: jamás.

No te des por vencido, ni aun vencido,

no te sientas esclavo, ni aun esclavo;

trémulo de pavor, piénsate bravo,

y arremete feroz, ya mal herido.

Ten el tesón del clavo enmohecido,

que aún viejo y ruin, vuelve a ser clavo;

no la cobarde estupidez del pavo

que amaina su plumaje al primer ruido.

Procede como Dios que nunca llora;

o como Lucifer, que nunca reza;

o como el robledal, cuya grandeza

necesita del agua y no la implora...

¡Que muerda y vocifere vengadora,

ya rodando en el polvo, tu cabeza!

(Poema de Almafuerte).